martes, 21 de febrero de 2012

VELADA INOLVIDABLE.- RELATO CORTO

Desde que hacía un año, el chico mayor había resuelto volar del nido siguiendo el patrón de su hermana, la tristeza se había asentado definitivamente, entre aquellas cuatro paredes desvencijadas que se apoderaban de su aliento, turbado en adustas negruras inaccesibles a los halos de la esperanza.

Los crepúsculos se hacían terriblemente largos, no precisamente por la soledad que la acompañaba, a quien tenía por la mejor amiga en aquel claustro que era su casa, sino por la tensa espera, por el miedo atroz a que él llegara devorando el silencio con ruin insolencia, proyectando hacia ella desquiciadas andanadas de desahogo, en clave de poderosa humillación.

Sentada en el sofá del salón, tanteaba con sus expiadas manos su rostro otrora risueño, sintiendo el ardor que desgajaba la hinchazón de la amoratada y desfigurada mejilla.  Anoche, una vez más, la había vuelto a pegar.  La cena no había sido de su agrado y para colmo, en plena vorágine de discusión, ella, presa del nerviosismo,  había cometido la torpeza de tirar al suelo sin querer, el mando a distancia de la televisión.  Aquello le terminó de alterar y descargó con toda su rabia un terrible puñetazo sobre su cara, que hizo que diera con los huesos sobre el duro suelo de terrazo de la estancia.

Pero esta noche tenía que ser especial y en ese propósito había centrado todos sus arrestos. 

Esta mañana, cuando a las seis y media, él se arrimó a la cocina para tomar el café antes de irse a trabajar, le notaba de mejor humor, pues aunque volvió a recriminarle su incapacidad, veladamente se disculpó por haberla pegado, tratando de convencerla para que entendiera sus arrebatos.  Pudo ver en sus ojos la vergüenza que le atoraba, cuando tras darle un beso antes de marchar, le hizo la firme promesa de que no iba a volver a probar la bebida.

Dedicó todo la jornada afanada entre cazuelas, para regalarle a su marido una velada inolvidable.  Tenía todo el día para prepararla, pues hasta pasadas los ocho de la tarde, no regresaba jamás a casa, ya que tras la jornada laboral, siempre acudía directamente al bar, para pasarse las horas en interminables partidas de mús.  

Pensó incluso en acercarse a la peluquería para ponerse guapa, pero prudente, por si aquel dispendio le pudiera molestar, optó por encerrarse en el cuarto de baño y apañar aquello a golpe de paciencia y secador de pelo.  Por suerte, el vestido que cinco años atrás se había comprado para la boda de la chica, el único presentable que tenía, todavía le quedaba bien, eso sí, después de unas buenas dosis de tijera, aguja, hilo y la maña que había aprendido, cuando era adolescente, en su paso por la academia de corte y confección.

Eran las diez de la noche cuando sintió su inconfundible tos en el rellano de la escalera.  Nerviosa, retocó una vez más la colocación de la vajilla en la mesa y prendió la mecha de las dos velas rojas que la presidían, saliendo con ligereza hacia los fogones como alma que lleva el diablo.

-Lo siento mucho Alberto, ¡te quiero!- afirmó nerviosa poseída por la cruel incertidumbre, cuando él cruzaba la puerta de la cocina.

-¡Yo también te quiero boba!.  No pasa nada, todos alguna vez metemos la pata – Contestó el, todavía sorprendido por el recibimiento y la bacanal de manjares que poblaban la encimera.

-¡Te juro que no volverá a ocurrir, mi vida!-

-Eso espero. Odio tener que repetir tantas veces las cosas.  Por cierto, te has puesto muy guapa hoy-

-Quiero estar siempre guapa para ti- concluyó besando a su marido tímidamente en la mejilla.

La velada transcurrió encantadora.  Ciertamente él había cumplido con su palabra y aquella tarde no había bebido.  Era ahora, en la cena, cuando se deleitaba con la botella de Ribera del Duero que abrió para aquella ocasión.

No había acabado aun el postre cuando sintió un intenso dolor en el estómago.  Las nauseas hicieron acto de presencia de manera insistente y temblores a modo de seísmos recorrieron todo su cuerpo.  Un fortísimo olor a ajo emanaba de sus entrañas  mientras su cuerpo, en insistentes arcadas, trataba de expulsar la bestia que irremisiblemente le devoraba.

Fue entonces cuando comprendió todo y clavando su aterrada mirada en los ojos de la mujer, trató de levantarse, pero fue en vano.  Cayó sobre el suelo del salón como un pesado fardo en tanto el cuerpo se agotaba en violentos estertores que finiquitaban su vida.

Todavía tuvo tiempo de insultarla por última vez en su existencia:

-¡Hija de Puta, me has envenenado!-


-¡Te juré que no volvería a ocurrir, mi vida!- le contesto sonriente, inmóvil sobre la silla de venganza dispuesta en el lado opuesto del mantel.

5 comentarios:

  1. Excelente José Carlos. Has plasmado muy bien la pesadilla que sufren muchas mujeres, mas de las que pensamos.
    Un final feliz y el renacer de una nueva mujer, libre y sin ataduras y lo que es mejor, sin miedo.
    Me ha gustado.

    ResponderEliminar
  2. Muy duro relato, pero me ha gustado.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. A mí también me ha gustado mucho Jose de verdad.

    Por sacar una crítica, un par de laismos madrileños jeje.

    Un abrazo.

    Rafa Estaje

    ResponderEliminar
  4. Muy bueno, supongo que pretendes explicar el hecho por el cual los hombres viven, de media, muchos años menos que las mujeres... Angel G

    ResponderEliminar
  5. Excelente José. Como siempre! @legna1212

    ResponderEliminar

Archivo del blog

Visitas al blog